Pero la Tercera División es una categoría donde los contrastes de todo tipo, desde los deportivos a toda una amplia amalgama de detalles extradeportivos, saltan a la mínima al ojo de cualquier ser humano. Con un juego bronco dentro del rectángulo de juego y un árbitro con poca pinta de autoritario pero con ganas de hacerlo bien, la fiel hinchada del Atlético Pinto rápidamente comprendió la situación y entró al consabido juego de la crispación para con el encargado de impartir justicia y equidad en el juego. Un trencilla honesto que no supo atajar el juego duro de los locales pero que no llegó a influir en el resultado final y que tampoco acabó convirtiéndose en el verdadero protagonista del partido.
La nota de color siempre la da el público. Si uno sabe mirar, siempre se encuentran excelentes momentos para la apología del divertimento y cuando ese uno se enfrenta a un aburrido choque, los instantes oníricos y delirantes resultan tan imprescindibles como el sacar la cabeza bajo el agua para respirar en estilo de nado convencional: el sueño porque ayuda tanto a desear como a perfilar la justa realidad y lo divertido porque el ser humano vive de la risa.
Y la afición del Pinto posee todo esto. Bueno, suponemos que mucho más también, pero en la mañana que el Real Madrid C visitaba al equipo de fútbol del pueblo del gran Alberto Contador, su hinchada desesperó durante gran parte de los 90 minutos pero también soñó con rascar algo positivo ante uno de los cocos de la categoría y regaló momentos de puro frenesí. Las gradas del en 2001 remozado estadio, y que cuenta con un césped de hierba artificial que propicia el juego vistoso y de fácil toque, estuvieron repletas de todo tipo de personajes, extravagantes algunos, curiosos otros, picantes los pocos y entrañables los más.
Un consabido entendido adujo que “la unión hace la fuerza”, y en este caso ocurre otro tanto. Lo destacable no estaba en esos padres, familiares o gente de edad, curiosamente todo hombres, que se arremolinaban en primera línea de las gradas, pegaditos de pie a la valla que ejercía de separación entre el césped y ellos, con la misión de protestarlo todo, hasta la más clara de las infracciones que cometía el Pinto. Ni siquiera en esa novia de algún jugador que sola en la grada no paraba de ser vigilada con ternura por su chico que mejor haría en centrarse en lo que pasaba dentro del rectángulo de juego. Y mucho menos en el esperpéntico alucinado que recién salido de una discoteca, con gorrita y atuendo rapero, se dedicaba a inculpar al locutor de Onda Madrid de todas y cada de una de las decisiones arbitrales: de la justificación que Gustavo Voces daba al resto de periodistas sobre porqué todos los energúmenos se le encaraban siempre, nada que decir, dado que es muy personal, pero que le dignifica el tenerlo asumido. Se puede parecer una cosa y no serlo para nada.
Uno por uno no me valen, pero todos juntos sí que toman un cariz relevante. Forman una pequeña parte de la enorme afición del Atlético Pinto, unos seguidores únicos en estas categorías. Pocos equipos del extrarradio de la capital española pueden presumir de tener una media de asistencia de público de unas 700 personas en casa, que se identifican tan profundamente con su equipo y al que pueden seguir por televisión en sus desplazamientos. Reza cierta parte de su himno (esperemos que la SGAE no meta sus zarpas) “cuando salta al campo ruge la afición” y el fervor de apoyo quedaba diáfano cuando los rojinegros se disponían a medirse a los blancos. Magnífico paso de la teoría a la práctica: un himno cantado que se traslucía en escalofriante verdad.
Sin embargo, los sueños y deseos de la afición pinteña pronto se veían truncados por la paupérrima apuesta futbolística de sus jugadores. Venían de recibir 11 goles en dos partidos, sendas palizas goleadoras que dibujaron en la mente del entrenador local una única obsesión: no volver a encajar otra abultada derrota. Y para ello emplearon las dudosas armas del golpeo a los tobillos y codazos al aire contra unos visitantes que los mareaban continuamente con triangulaciones precisas. Las ilusiones del público asistente pronto se tornaron en desesperanza y el discurrir del juego poco bueno hacía presagiar. Cundía el desasosiego y del placer por enfrentarse al Madrid se pasaba a la agonía y el sufrimiento de padecer otro escarnio mayor, y de nuevo como local.
La loca marcha del propio partido, con tres penas máximas pitadas y que configurarían en 1-2 final para los visitantes, unido a la juventud del filial merengue, hicieron que renaciesen en el socio pinteño esperanzas y ansías de conquistar algo positivo. Y cuan bonito resulta este deporte cuando pasan los minutos, no se ve tu equipo superado ampliamente por el contrario y la actitud de los tuyos frena toda las acometidas del otro bando. Eso genera en el interior de la afición un chispazo de positivismo y el perseguir con ahínco una meta, en este caso empatar en los minutos finales un partido raro.
Con el pitido final, todas las ilusiones y buenos augurios de toda la masa pinteña se diluía como un azucarillo, pero por muchos minutos vivieron la dulce sensación de estar muy cerca del objetivo. Toda esta adrenalina es lo que suelen sentir quienes cada dos domingos acuden al Amelia del Castillo a animar y apoyar incondicionalmente al Pinto, un equipo que apostó esta vez por un juego bronco pero que suele practicar un tipo de juego diametralmente opuesto. Y prueba de la paz y serenidad que innatamente irradia este equipo, dos apuntes: a pesar de contar con un agradable césped de hierba artificial de caucho, en los prolegómenos del partido el campo era regado, lo cual unido al tímido sol reinante esas horas, traslucía unos efectos de arco iris que a más de uno le trasladaban a estados bucólicos y a remansos de paz. Pero la nota de la fraternidad que impera en el Pinto la dejaban durante los 15 minutos del descanso los niños y niñas de los padres allí presentes como espectadores y que saltaban tranquilamente a jugar en ambas porterías, haciendo un uso inocente y puro de la joya de las instalaciones del Pinto.